sábado, 19 de noviembre de 2011

Cuídate.

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Una de esas mañanas que se sienten cada vez más frías mientras transcurren. Esas en las que el sol le otorga claridad a todo, pero no calor. Tenía que ir a clase de programación estructurada en el centro de cómputo y el suéter del uniforme no iba a ser suficiente para librarme del frío del aire acondicionado. Antes de llegar a mi destino, me detuve frente al laboratorio de alimentos. Mire al piso, mis tenis gris y azul, la sucia correa de mi mochila, mis manos heladas dentro mis bolsillos.

No estaba solo, algún compañero me acompañaba en mi recarga térmica, vislumbrando una hora de congelamiento lento y educativo. Alguno empieza a hablar con alguien que por el estacionamiento entró a pie, por la grava roja. Recuerdo el sonido de la grava bajo sus pies pequeños de calzado negro. Su cabello parado sin un orden, rubio. Sus ojos pequeños y vacilantes. Su sonrisa despreocupada marcada en la piel del rostro, enrojecida pero templada con fríos más duros que este. Me alegraba verle.

Gira entonces y me encara, veo que lleva puesto un chaleco verde de lana y los pálidos brazos al descubierto, justo como en esa foto que guarde de él. La tomé en el viaje que hicimos en la secundaria por Guanajuato, Dolores y San Miguel. El dormía sumido en el asiento trasero del autobús y no dejé pasar la oportunidad. Le pregunté si no tenía frío y dijo que no, que hacía tiempo que a él no le daba frío.

Los demás hablaban también con él, sin demasiado interés pero con sobrada emoción. Yo lo observaba a él y a mi aliento con tonos muy parecidos. También me emocionaba poder verlo bien, hacía tiempo que no lo hacía. Algo más quería preguntarle y no recordaba qué era. Ya casi era hora de entrar y el resto del grupo ya hacia fila en la entrada del aula aislada, no quería entrar. Recordé entonces qué quería preguntarle.

- Oye güey pero ¿qué no tú ya estabas muerto?

El silencio se hizo no solamente en nuestras bocas, sino también en el aire y el pasto y la grava roja y nuestras miradas. Él giró una vez más para verme a los ojos y sonrió.

- Bueno, ya me tengo que ir, dijo.

No lograba medir el total de esa idea y su irracionalidad. Se iba, otra vez. Pero ¿cuándo regresó y por qué? El resto de los bultos en que mis compañeros se habían convertido, estaban congelados en la sorpresa de mi pregunta y no volvieron a emitir sonido ni a moverse siquiera. Solo se añadieron al fondo gélido y brillante de mi irrealidad. Cuando volví la mirada para verlo a él, ya iba a la mitad del camino entre la banqueta de cemento pulido del edificio y la entrada del estacionamiento.

- Antes de que te vayas dime algo ¿estás bien?

Se detuvo y giró apenas con el torso y de medio perfil vi la mueca que tenía por sonrisa. La misma que usaba para asentir y según yo para todo. La que hacía que sus pómulos de niño se levantaran. Encogido de hombros y con las manos finalmente metidas en los bolsillos igual que yo, respondió.

- Sí, ustedes no se preocupen por mí. Cuídate.

Ya no recuerdo verlo salir. Fue la última vez que soñé con él.
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A Juan Carlos Elías Luna "El Jordan".

sábado, 29 de octubre de 2011

Y nada más.

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¿Quién utiliza el correo convencional en estos días? Tal vez para enviar libros, estados de cuenta y alguna esporádica carta para saludar casi de mano, mejor aún, de puño y letra a un ser ¿querido?

Y añádele tener que ir hasta la oficina de correos a dejar la misiva ¡el horror! Hay que tomar al menos 2 autobuses del transporte público que en sábado se ponen más deprimentes de lo usual. No hay estudiantes ni madres con niños. Hay gente más común y corriente que cualquier otro día. Supongo que entonces está bien que lo use yo.

Es más que notorio que la primavera y el verano quedaron muchas calles atrás donde hay quien se ocupe de los jardines y camellones. Acá las cosas son más naturales. Y eso no siempre significa que sean más bellas. La belleza que conocemos no es natural, es la que nos inyectaron en cuanto pudimos sostener la cuchara. O antes. Que patrañas.

De verdad la gente no se entera de nada. Yo lo hago porque siempre me fijo al cruzar la calle. Siempre le digo por favor y gracias a los choferes. Aunque me hayan bajado una parada después de la que les indiqué cuadras atrás. Aunque haya tenido un ruido infernal a volúmenes excesivos durante todo el trayecto. Seguro su vida es ya de por sí horrible. La gente que escucha la música demasiado fuerte no quiere escucharse a si misma. No los culpo, hace meses que no salgo si no es con altas dosis de música por vía ótica.

Estas calles son cada vez más viejas pero no lo parecen. Cada temporada se renuevan con adornos y gente y pinturas y motivos que la gente no comprende pero sí compra. Si dejara mi carta tirada aquí mismo ¿alguien la leería? Más improbable aún ¿alguien la enviaría? Lo único que le falta son los timbres pero diez monedas bien valen la paz mental. La mía cuesta más. Pero seguro vale menos.

Me gusta caminar por estas calles con los audífonos puestos. Voy dibujando el sonido en los rostros de los peatones y de las palomas y golondrinas. Me detengo y miro hacia atrás de vez en vez para ver si no estoy agraviando con mis desvaríos motrices a alguien. La gente me ve raro, desde siempre. Pero desde que me tambaleo para caminar lo hacen más. Como si un cojo fuera la novedad. Si supieran el tipo de desequilibrios dentro de mi mente, no repararían en mis prótesis, si es que algún deseo de seguir mirando les quedara.

Allá se ve el letrero "orreos". Todo por servir se acaba. Yo más bien pienso que por servir, a uno termina por no importarle nada y simplemente se desprende y se cae al piso. Luego ven que no es cosa de sujeción sino de interés y ese no se adhiere con métodos convencionales. De modo que ¿qué le va uno a hacer? Igual la gente sabe que es "Correos" y de vuelta al círculo: "a nadie le importa".

Solo dos personas para atender una oficina de correos. La única de la ciudad. Y de las dos, ninguna sabe decirme con exactitud cuándo llegaría mi carta a su destino. "Es que no depende de nosotros, joven". Eso ya lo sé. Yo solo quiero una aproximación; la exactitud no me interesa ya más. Con que me de tiempo de poner las cosas en bolsas y llevar los valores al empeño me doy por bien servido. Una semana pareció ser la respuesta más sensata.

Mañana van los de la mudanza, cada vez más extrañados con mis peticiones de entrega a más de una dirección y con la consigna "si no se los reciben, lo dejan afuera". Pero es que esas cosas no son mías, poco a poco las fui acumulando y ahora ya no me sirven. Este será el último viaje y vamos al empeño. El dueño pareció muy complacido de tomar todos los aparatos y hasta el equipo de terapia que está todavía en su empaque de plástico azul. Será por eso que nunca lo abrí, los colores siempre terminan perneándose en mi interior. Ni siquiera estaré monitoreando que el depósito se haga en tiempo. El tiempo y yo tenemos un acuerdo: él me deja en paz y yo lo dejo transcurrir sin presiones. Ya no me interesa.

Caminar a casa será un verdadero martirio para mis ya de por sí amoratados muñones pero qué más da. Para cuando empiecen a doler de nuevo los barbitúricos habrán hecho efecto y estaré durmiendo. Solo tengo que recordar dejar abierta la hornilla más pequeña. La más grande haría demasiado alboroto con los vecinos y todo sería un rotundo fracaso otra vez. Otro fracaso... definitivamente eso es algo que no podría soportar más.

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sábado, 27 de agosto de 2011

De tenerte



Nada de mi habrías podido encontrar.
Ni asomándote a la profundidad de mis ojos rojos de tu sangre y llenos del brillo de miles de ocasos de primavera y cientos de albas de otoño.
¿Cómo si no te atreves a ensuciar tus manos con el contenido de mi alma?



Apenas asomarse dentro provoca vértigo y una enorme desolación.
Un vasto, yermo y hermoso espacio en donde alguna vez fue todo sueños y esperanzas.
El silencio es lo único que no está.
Son murmullos, risas y sollozos, ecos todos de un tiempo mejor.



Conozco de antemano tu malsano gozo, revolviendo el polvo de antiguas batallas que descansa debajo de la sombra de un atávico bizarro.
Ahogándote con él, solo para así sentirme dentro de ti y perder el sentido en la decrépita sensación de mareo y éxtasis.
Mientras te observo retorcerte en realidad no te miro.
Apenas huelo el perfume fluir de ti.
Es lo más cercano que estaré de poder sentirte.



viernes, 13 de mayo de 2011

Good Vibrations



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Lo seres humanos somos extremadamente ruidosos. Desde el nacer hasta el fenecer hacemos vibrar el aire con tantísima constancia y vehemencia, que bien nos vendría utilizar esa energía de una manera productiva.

El detalle interesante de esto es cuando reina el silencio y escuchamos todo. El murmullo del tráfico de la carretera a lo lejos. El viento a través de la zotehuela. El refrigerador y su zumbido. Y cuando todo esto cesa, a nosotros mismos.

¿Cómo podría definirse o explicarse? Pues es más bien sencillo: siempre vibramos de aquí para allá mientras estamos despiertos y cuando estamos al borde de dormir, la frecuencia de estas vibraciones se hace cada vez más baja, rozando el reposo total. Pero ni así, guardamos silencio.

Una charla puede cambiar al mundo. Nuestro mundo. Cuando las vibraciones armonizan entre sí, no siendo iguales, pero sí melódicas y complementarias unas con otras. Un murmullo, un grito o un suspiro.

Me gusta como vibras. Con la tinta y la voz. Con lo real y lo imaginario. Con el relativo silencio y las lentas oscilaciones de tu vista y el estremecimiento de tu cuerpo. Del mio



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lunes, 11 de abril de 2011

Silent

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Era de noche, pasaba de las ocho seguramente porque a pesar de la negrura, la gente seguía con su ir y venir por la calle. El calor que los hace salir de sus casas. Como las cucarachas de las alcantarillas.

Estaba estacionado frente a la puerta de entrada de la casa de la abuela Carmen en el VW'89 que tuve hace poco; recuerdo bien sentir bajo mi pie derecho lo que quedaba del pedal del acelerador (que era nada). Esperaba a que Pato (mi hermano) subiera para poder irnos así que la puerta del copiloto estaba abierta. Hacía calor. Mucho.

Sentía el ancho asiento en mi espalda y el duro volante en mis manos. No es sino hasta que manejas un auto así que de verdad sientes al vehículo ser la extensión de tu cuerpo y puedes, si está en tu naturaleza, arriesgarte y correr y volar y frenar y saber donde termina la carrocería y empieza el resto del mundo. Igual que con tu cuerpo.

La luz amarilla del foco de la calle se apagó y sentí una camioneta dar vuelta a toda velocidad y pararse bruscamente pero sin patinar justo detrás de mi, porque estaba apenas a unos metros de la esquina -Mal nacido, casi me pega -dije para mi mismo mientras pensaba que igual podía salir rápido porque tenía el frente libre. Por fin venía Pato con sus despreocupados pasos y sus largos brazos. Ajeno al mundo y a lo que estaba por suceder.

Casi junto a él venían dos tipos de la parte más oscura de la calle y mientras Pato apenas se subía, ellos ya habían sacado pistolas y un tercero que ocultaba la sombra, mostraba un fusil de asalto que bien pronto rafagueó la camioneta detrás de mí. Vi el parpadeo de las armas de los otros dos y atiné a sentir en mi mente el switch. Clic.

Un bombeo en mi pié derecho que se soltó y luego fue hasta el fondo mientras soltaba el clutch. -Agáchate -le dije a Pato mientras mi mano derecha lograba tomarlo por la nuca e intentaba hacer lo mismo yo. Arranqué escuchando disparos y esperando en cualquier momento escuchar también los cristales de carro volando en pedazos. Todo con la misma calma con que he tenido que ver más sangre de la que quisiera con un completo silencio en mi interior. Sin pensar. Accionando y reaccionando solamente.

El motor me pedía cambiar de velocidad y lo hice literal "en dos patadas". -Vamos a pasar la esquina sin parar. -Ok -respondió Pato que seguramente había también cambiado de modo instantes después de mi.

Puse tercera y me enfilé hacia la esquina mientras veía un resplandor naranja reflejarse a nuestras espaldas. No había escuchado explosión alguna, no que yo recordara. Volamos a la siguiente cuadra y pudimos levantarnos y mirar que estábamos cerca ya del auto lavado de los primos de mi padre. Lugar seguro por fin.

Entré de un volantazo por el zaguán y me detuve lejos de la entrada a un costado de la rampa, en lo que alguna vez fue un asoleadero para granos. Vacío de gente y al resguardo de la parcial sombra del lugar.


-¿Estás bien, hermano?

-Sí ¿y tú?

-Claro, hermano.

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