Migramos poco a poco de un estado al siguiente y de vuelta. Entre el sueño y la irrealidad. Como si resbaláramos sin querer y sin saberlo pero deseándolo con todas nuestras fuerzas.
En la oscuridad es que nos encontramos y escucho tu respiración en la madrugada, ahora en la calma, que no en la paz. Y es el subir y bajar de tu pecho mi último arrullo antes de bien soñar.
Los días se van como visiones translucidas en mis dilatadas pupilas y excitadas papilas, arrebatados todos por el brillo de su mirada y el estentóreo desternillar de sus entrañas.
¿Cómo no he de amarte si es aquí donde he vivido mis más indómitos sueños? Eres mi ventura y mi contento, mi locura y mi consuelo. El centro de mi camino y la imponencia misma de mi bienestar.
Le observo en la lóbrega opacidad de la noche que se acentúa con la luna llena. La misma que nos llevó paso a paso para hacernos reconocer nuestras manos como iguales y opuestas y nuestros corazones como uno mismo.
Vamos allá, a la luna en la nave de media noche, en el expreso espacial que comanda el hombre del párpado indiferente. Dame la mano y siéntate junto a la ventanilla mientras miras como el mundo se aleja de nosotros y la perla más grande que jamás hayamos conocido nos llama a su encuentro. No tengas miedo. Te amo, no lo olvides.
Las puertas se abren. Ven, vamos a dar un paseo que de aquí nadie ni nada nos alejará.
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